El
espejo trizado,
por Max Colodro.
No es un fenómeno de los últimos seis
meses; la imagen de Chile como un modelo exitoso de transición democrática, de
alto crecimiento y buenas políticas sociales, viene desdibujándose desde hace
más de una década. Lo que sí es obra y gracia del actual gobierno es la
decisión de profundizar dicho proceso y reorientar las prioridades en una
dirección distinta. En rigor, la inversión privada, el desafío de revertir
la tendencia al deterioro de la productividad, el incentivo al ahorro, la
responsabilidad fiscal, definitivamente dejaron de ser el norte de una gestión
pública centrada ya hacia otras metas.
El fin del lucro y la gratuidad
universal aparecen ahora como los nuevos paradigmas; el gasto público, como el
instrumento por excelencia para resolver los problemas sociales. Nada muy
original, salvo por un momento histórico y un contexto mundial donde dicho
“modelo” se bate más bien en retirada. Aquí, sin embargo, está en auge: la
nueva ciudadanía en Chile consiste básicamente en una sola cosa: en
“desempoderar” a la gente para exigirle al Estado que se “empodere” a sí mismo
y se haga por completo cargo de las demandas colectivas.
Una sociedad de derechos universales
vendría finalmente a poner término al Estado subsidiario; esa es, en los
hechos, la clave ideológica que definirá nuestro próximo cambio Constitucional.
Ello requiere, no obstante, de ciertas premisas: la criminalización de los
empresarios y del lucro privado. En efecto, el único gran “pecado” de nuestro Embajador
en Uruguay fue haber develado un deseo inconsciente, una ilusión que se anida
en un rincón muy profundo de la psiquis oficialista: sería “maravilloso”
tener alguna evidencia de que los últimos bombazos en el país son efectivamente
responsabilidad de la “derecha empresarial”.
El misil del Financial Times fue un
trago muy amargo para la actual administración, porque vino a resumir, en una
sola frase, la percepción creciente que se instala hoy en los mercados
internacionales respecto de las opciones que el país ha realizado en los
últimos meses. La “nueva mediocridad” resonó demasiado parecido al nombre de la
actual coalición Gobernante. Y para una sociedad todavía provinciana, que ha
hecho de los halagos del primer mundo su carta de presentación, dejar de ser la
estrella del continente en materia de desarrollo es algo casi tan doloroso como
la eliminación de un Mundial de Fútbol.
El orden global se ha vuelto cada vez
más complejo; los países se disputan a muerte inversiones y capitales cada día
más temerosos al riesgo, mientras en Chile una delirante mayoría pareciera
disfrutar haciendo crecer la “tasa de incertidumbre” interna.
Es cierto: los países desarrollados
atraviesan aún una severa crisis económica, pero todos se esfuerzan por salir
de ella haciendo exactamente lo contrario de lo que ahora estamos implementando
aquí. Países como Finlandia, Corea o Nueva Zelandia pudieron llegar a ser una
verdadera “sociedad de derechos” mucho tiempo después de construir primero una
“sociedad de obligaciones”; es decir, elevando con fuerza los estándares y
las exigencias de productividad a trabajadores, estudiantes y profesionales.
Nosotros decidimos, como siempre, partir al revés.
En definitiva, no podemos culpar al
mensajero de la dureza del mensaje; no se saca nada queriendo romper el espejo
y buscando imponer una imagen distinta. La “nueva mediocridad” no es más que el
corolario de las decisiones que mayoritariamente venimos realizando desde hace
tiempo, y que comienzan ahora a consumarse en el llamado “nuevo ciclo”. Como
decía Hume: “No se pueden querer los hechos, y después no querer sus
consecuencias”. Estamos a un paso de caer en la célebre trampa de los países de
ingreso medio. Y por lo que se ve, hasta ahora, nuestra decisión colectiva
es simplemente seguir adelante.