El Retorno
del Interventor,
por Hermógenes Pérez de
Arce.
La mayoría de las revoluciones de izquierda sigue un patrón similar.
Pasan por encima de todo (“aplanadora”), destruyen lo que se les pone por
delante (“retroexcavadora”) y, cuando han ejercido violencia más que suficiente
y, a veces, derramado sangre, entonces aparece un General, llámese Bonaparte,
Pinochet o Al Sissi, para poner mano firme, restablecer el orden y arreglar las
cosas.
Acá Allende comenzó la revolución, pero de una manera tan inepta (por
algo ha quedado el suyo como el peor Gobierno de la historia de Chile, motivo
por el cual los cerebros lavados actuales, naturalmente, lo designaron como “el
más grande chileno de todos los tiempos”, aventajando a Arturo Prat) que la
mayoría clamó por los Generales.
Bueno, fue Allende quien creó como figura
revolucionaria al “interventor”. Sus seguidores se tomaban fábricas, comercios
y fundos, los trastornaban por completo y entonces el Gobierno, “para evitar su
paralización”, recurría a un “resquicio legal” y usaba un decreto-Ley
sobreviviente de la pintoresca República Socialista de Grove, de 1932, para
designar a un “interventor”, que incautaba sin pago la respectiva unidad de
producción. En conjunto los interventores de la UP formaron lo que ella llamó
“el Área Social de la Economía”, cuyo
principal logro fue generar un déficit conjunto muy superior al del Presupuesto
(que ya era el más grande de la historia de Chile), y un clima tal de desorden,
corrupción, mercado negro y caos que la inmensa mayoría de los chilenos
convocó a los militares, a la voz de “¡Esto se arregla sólo con fusiles!”,
proclamada por el principal líder democrático del país, Eduardo Frei Montalva.
Bueno, “cuarenta años después” hemos vuelto a las andadas. Yo les
anticipé a los chilenos en 2011, cuando “la calle” se tomó al país bajo la
conducción de una sucesora de la Ramona Parra comunista, pero ahora
sofisticada, bonita, de ojos azules y aro en la nariz, que estaba empezando
otra revolución de izquierda. Mientras, el Presidente de la época, que rara vez
se da cuenta de nada, salvo de la oportunidad de hacer “una pasada rentable” en
la Bolsa o la política, proclamaba que el movimiento de “la calle” era “grande,
noble, hermoso”. Pero, como es la costumbre local, nadie hizo caso de mis
advertencias.
Después “la calle”, casi sin proponérselo, ganó las elecciones Presidenciales
y Parlamentarias, tanto que el nuevo programa de Gobierno refleja exactamente
lo que ella demandaba: otro modelo económico, “fin al lucro”, educación
gratuita, igualdad para todos y una nueva Constitución. Y Michelle 2.0, que
está mucho más a la izquierda que Michelle 1.0, pero sigue formando comisiones
cuando enfrenta problemas que no sabe resolver, “le ha echado con todo para
adelante”.
Entonces, si bien el “Enemigo Público
Número Uno”, sigue siendo Pinochet, que tiene ese título aun después de muerto
y es denostado públicamente cada tantos minutos ya de manera automática, ha
aparecido un “Enemigo Público Número Dos”, que es denominado de tres formas:
“el uno por ciento de los chilenos”, “las 4.500 familias” y “los poderosos de
siempre”. Ésos son los que hay que liquidar ahora.
A raíz de ello incluso los Kerenskys chilenos se han asustado y,
sabedores de su responsabilidad por estarles por enésima vez poniendo la
alfombra (roja, por supuesto) a los comunistas para hacer lo que quieran,
llegan, representados por Ignacio Walker, a las reuniones de la Nueva Mayoría
portando artículos críticos de la Reforma Tributaria que va a socavar los
cimientos del “modelo chileno”, responsable de habernos puesto a la cabeza de
América Latina. A raíz de ello, el socialista extremo Osvaldo Andrade llevó a
la reunión siguiente de los jefes oficialistas el artículo “Los Poderosos de Siempre”, (El Mercurio”,
domingo 5), de Carlos Peña, mentor intelectual de la revolución en marcha.
Pero aquí ha sucedido algo divertido, que me hace recordar un cuento de
los años ’20 sobre la Revolución Soviética. A un campesino ruso le preguntaban
si estaba de acuerdo en que el Estado le quitara una mansión al que tenía dos,
y contestaba afirmativamente; y una fábrica al que tenía dos, y de nuevo
contestaba “sí”; pero cuando le preguntaron si estaba de acuerdo en que le
quitaran una vaca al que tenía dos, contestó rotundamente “No”. “¿Por qué?”, le
repreguntaron: “Pues, porque yo tengo dos vacas”.
Bueno, Carlos Peña “le ha avivado la cueca” a la revolución contra “los
poderosos de siempre”, hasta que, en el curso de ella, uno de sus actuales
líderes, Nicolás Eyzaguirre, ex guerrillero de las Juventudes Comunistas (a
raíz de revelar él esto a los empresarios chilenos hace años en Casapiedra los
mismos le brindaron una “standing ovation”, con motivo de lo cual yo escribí en
“El Mercurio” una columna pertinentemente titulada “¡Tú También, Bruto!”) ha
discurrido que el Gobierno designe “interventores” cuando alguna universidad
esté en problemas. Pero esto que Allende hacía con industrias, comercios y
fundos, y habría hecho con universidades privadas si hubieran existido, no le
ha gustado en absoluto a Carlos Peña, como manifiesta hoy mismo en “El
Mercurio” (A-2). Obvio. Él es rector de una universidad privada y no quiere ser
sustituido por un interventor.
Bueno, es que así son las revoluciones. La guillotina inventada por
Guillotin terminó cortándole la cabeza a Guillotin. El proceso revolucionario,
en el caso de las universidades, ha sido el mismo que siguió Allende,
pertrechado de los “resquicios legales”, para incautar empresas privadas. El
campo de la educación superior daba grandes oportunidades a los inversionistas,
porque hasta 1981 ese nivel de enseñanza ofrecía pocas oportunidades a la
sociedad chilena, que, por consiguiente, lo valorizaba mucho y estaba dispuesta
a remunerarlo bien. Entonces fueron fundadas decenas de universidades y
acudieron al país grupos empresariales internacionales que tenían casas de
estudios en decenas de países, como el caso de Laureate, que adquirió las más
grandes, la Andrés Bello y la de las Américas. Por supuesto, los nuevos dueños
eran extranjeros convencidos de que llegaban
a un país civilizado y estable, como el que entregó Pinochet, y que Bill
Clinton calificaba como “la joya más preciada de la corona latinoamericana”. No
contaban con que el movimiento “grande, noble y hermoso” descubriera un
resquicio para escamotearles su inversión: ¡estaban “lucrando”! Pues resultaba
que en algún cenáculo militar de mentalidad socialista se había resuelto en
1981 deslizar en la ley que dio libertad para fundar universidades la
prohibición del “lucro”. Obviamente, los inversionistas habían creado métodos
para sortear este artificio socialista y todo eso era unánimemente aceptado y
tolerado desde 1981 hasta 2011. De ahí que durante los Gobiernos de la
Concertación siguieran creándose universidades y llegando las inversiones
extranjeras al sector, permitiendo que más de un millón de jóvenes chilenos que
antes no tenían esperanzas de una carrera universitaria, la pudieran seguir.
Todo iba bien hasta que se inició la revolución de “la calle” y el
propio Presidente admirador de ese movimiento “grande, noble y hermoso” ¡cómo
no! se hizo parte en la persecución del “lucro” en las universidades. Así, la
otrora próspera industria de la enseñanza superior ha entrado en crisis. Se
investiga penalmente a los inversionistas que procuraron rentabilizar su
capital. Ya han perdido gran parte del mismo. Grupos de alumnos usurpan
recintos de estudio. Hasta la escuela de medicina de la universidad de Carlos
Peña ha sido usurpada, mientras los revolucionarios saltan rítmicamente
cantando “¡el que no salta es Peña!”. ¡Qué injusticia más grande! Falta que le
designen un interventor.
¿Comienza la revolución chilena de 2011 a devorar a sus propios hijos?
En todo caso, el retorno del interventor hace que para todos los que
vivimos el conato revolucionario de 1970 a 1973 la situación que estamos
presenciando resulte bastante premonitoria y familiar.
Tomado de http://blogdehermogenes.blogspot.com