Esta caricatura de Fernando Urcullo nos muestra
al “genio” que creó el Transantiago y a la inepta que lo implementó desastrosamente
dejando a miles de pequeños empresarios sin su trabajo, le complicó la vida a
millones de chilenos y cuesta una fortuna al erario público.
De la Misma
Autora del Transantiago,
por Hermógenes Pérez de
Arce.
En el extranjero se preguntan, como lo hace “The Economist”, por qué un
país que marcha mejor que los demás de su entorno, frecuentemente puesto como
ejemplo, que ha crecido y disminuido la pobreza, se embarca en cambios tan
estructurales como los que promueve Michelle Bachelet en variados aspectos.
Acá los defensores de esta verdadera revolución que está propiciando el
Gobierno responden que la impulsan para parecernos a los países de la OCDE.
Pero el viernes en “El Mercurio” el chileno-sueco Mauricio Rojas, ex Diputado
en Suecia, cita el proyecto de presupuesto de 2014 en ese país, donde se ha
reducido el impuesto a las empresas de 28 a 22 por ciento. Afirma el proyecto
de 2014 textualmente: “Según estudios de la OCDE sobre impuestos y crecimiento,
el impuesto a las empresas está entre aquellos que se juzgan como más dañinos
para el crecimiento”. ¿Cómo se entiende que, para parecernos a Suecia, hagamos
todo lo contrario de Suecia?
El Domingo en “La Tercera” el economista Sebastián Edwards, alarmado por
el sismo grado 8 en curso, recuerda que entre 1990 y ahora el coeficiente de
Gini, que mide la igualdad, ha mejorado, y añade: “Además, todos los chilenos,
incluyendo los más pobres, han mejorado su ingreso en relación con los países
avanzados. En 1990, por ejemplo, un chileno en el quintil más bajo de la
distribución recibía el 20% del ingreso de un estadounidense en esa misma
posición relativa. Hoy recibe cerca de un tercio”.
Pero aquí este Gobierno, inspirado en “la voz de la calle”, está
empeñado en sustituir “el modelo” y revolucionarlo todo. En la educación se
anuncia un cambio equivalente al que la Reforma Agraria de los sesenta y
setenta consumó para liquidar la agricultura chilena. El terremoto anunciado
para la enseñanza particular subvencionada, que atiende a más de la mitad de
los niños chilenos, tiene consternados a los miles de emprendedores con y sin
fines de lucro que intervienen en ella y a las familias de los alumnos. Ni
siquiera la enseñanza particular pagada, que no demanda fondos del Estado y
logra resultados iguales o mejores a los de países desarrollados, está libre de
amenaza, pues “la calle” está pidiendo terminar con ella y los teóricos de la
revolución ya emitieron su condena en “El Mercurio” del 13 de mayo: “…pronto
será necesario proponer medidas y Legislar respecto a los colegios privados,
que son los clubes cerrados más selectivos del país”. ¿Alguien creía que la
revolución no iba a entrar en su casa?
Los ímpetus de la extrema izquierda que, evidentemente, es la que
conduce al Gobierno, me hacen recordar la llegada de los socialistas al poder
en España, cuando anunciaban, con la prepotencia y el lenguaje que los
caracteriza: “Después de nuestro Gobierno, a España no la va a reconocer si
siquiera la p… madre que la parió”. ¡Lo que va de ayer a hoy! Días atrás se
informaba que, en sus esfuerzos por reconstruir la economía a partir del
desastre legado por el socialismo, el actual Gobierno español ofrece visa de
residencia permanente a los inversionistas extranjeros que adquieran allá una
vivienda cara y compren dos millones de euros en valores bursátiles o bonos del
Tesoro.
Antes de que Michelle Bachelet designara su Gabinete se aventuraba una
variedad de nombres de candidatos a Ministro de Hacienda, y casi por unanimidad
los “connaiseurs” desechaban el de Alberto Arenas, por considerarlo muy extremo.
Bueno, ése fue el que ella designó.
Cuando ella asumió por primera vez el poder en 2006, los genios
socialistas habían discurrido un Plan, llamado “Transantiago”, que iba a
sustituir completamente el esquema de libre mercado preexistente, en el cual
trece mil empresarios trasladaban a la gente desde donde estaba hacia donde
quería ir y arrojaba excedentes de 63 millones de dólares al año. Hoy hay
unanimidad para estimar que el referido plan socialista fue un desastre, privó
a nueve mil emprendedores de su fuente de trabajo, no satisfizo las necesidades
de los usuarios, cuesta a los contribuyentes 700 millones de dólares al año y
ha generado un clima de evasión y malestar que no se supera todavía después de
ocho años en que se ha vaciado miles de millones de dólares tratando de
remediar el desaguisado.
El único reconocimiento de su autora ha consistido en decir que
“Transantiago es una mala palabra”, explicación que satisfizo ampliamente a la
ciudadanía, por cuyo motivo la misma la reeligió como Presidenta con el 62% de
los votos.
Con la autoridad que le confiere ese respaldo
ella ahora revoluciona la tributación, remece a la educación, anuncia el cambio
de la Constitución y el zarpazo a la propiedad de las aguas, cambia el sistema
electoral, provocará la "tormenta perfecta" (al decir de un dirigente
empresarial) en la construcción, privará de protección a la vida de los que
están por nacer y ya empieza a dar miradas revolucionarias a la previsión y la
salud privadas. Y eso sólo para comenzar, porque las revoluciones no se
detienen; uno sabe cuándo comienzan, como lo sabemos hoy, pero no dónde ni
cuándo terminan.
¿Acaso la experiencia dejada por el Transantiago sirvió para moderar sus
ímpetus revolucionarios? Parece que no. Su porfía en llevar adelante los
embates contra casi todo lo existente me recuerda la famosa frase de Fidel
Castro, al dejar Chile en 1972, tras la visita que le permitió apreciar en
terreno los trastornos que sus seguidores e imitadores de la UP habían provocado
en la vida del país: “Me voy más revolucionario, más socialista y más
marxista-leninista que nunca”.
Pues los socialistas de diferentes
pelajes saben hacer bien una sola cosa: la revolución. No les pidamos,
entonces, algo que está completamente fuera de sus capacidades, como dar
soluciones reales a los problemas de los países.