Un proyecto para Cuba,
por Joaquín Fermandois.
Es inevitable un cambio en Cuba. Esto se dice hace muchos años, y quizás el régimen sobreviva a la muerte de los Castro. Sin embargo, es poco probable, y las grietas erosionan cada día más las paredes del régimen. La epopeya militar con la que se fundó le augura al régimen de los Castro una duración vitalicia, en curiosa analogía con Franco en España, Tito en Yugoslavia y —es factible— Mugabe en Zimbabwe. Por añadidura, la isla es también una especie de encomienda de los Castro, un Estado cuasi patrimonial. Tras la muerte del líder máximo, a muchos nos agradaría presenciar un derrumbe estrepitoso, el regreso de los exiliados en gloria y majestad, la celebración de elecciones libres, la integración de la economía cubana a la dinámica actual, la abolición de los aparatos represivos y la desideologización de sus fuerzas armadas. Habrá una nueva Cuba. Todo muy bonito.
Sólo que nada de ello ocurrirá, al menos no así como así. La experiencia de los sistemas que sucedieron al marxismo ha sido en general bastante desalentadora, si es que se creía que surgirían democracias esplendorosas por arte de magia. Las perspectivas para Cuba son temibles. El derrumbe abrupto de un sistema —lo acabamos de ver en Concepción en los dos días siguientes al terremoto— casi siempre es seguido por un ambiente de fin de mundo, de rapiña, la hora de los pillos y los pérfidos. De un sistema tan ideológico se pasaría a adorar lo contrario, sin que se sepa qué es exactamente lo que se idolatra, ya que la democracia es un largo aprendizaje. El aparato de gobierno de La Habana, despojado de su ideario, no va a abrazar ideas y conductas “modernas” y sensatas, sino que conducirá al desmoronamiento de toda creencia y principio, en medio de la corrupción más espeluznante y generalizada, facilitando el reinado de la violencia criminal en las calles y el imperio del narcotráfico. Cuba caería en un estado de desgobierno, una situación más terrible que la era de Batista en los años 50 (una Cuba que no era tan atroz como la imagen que de ella se tiene), y no debería extrañar que llegase a ser considerada como “Estado fallido”, o algo que se le asemeje. Se recordaría al “Castrato” —muchos cubanos denominan así a este período— como una época dorada.
Entonces, ¿habrá que guardar a la Cuba de Castro en un congelador? De ninguna manera. Se trata de apelar a la sabiduría de los países latinoamericanos y de Estados Unidos. Este último debe abolir el embargo —que no es “bloqueo” ni sólo capricho del Departamento de Estado o de la Casa Blanca, ya que hay asuntos legales de por medio—. A todos nos conviene una transición ordenada. Sin embargo, para que se produzca, en primer lugar debe ser obra de fuerzas cubanas de la isla. El exilio no es algo homogéneo que pueda suplir la carencia de una clase política dinámica y decente. Una vez apuntalada una nueva situación, el exitoso exilio cubano será un activo de la nueva realidad. Los países latinoamericanos y Washington no pueden fabricar esta situación, aunque la experiencia indica que la pueden alentar, y eso podría ser vital.
Condición para ello es que, en lo esencial, el mismo aparato actual encabece la transición. Y no nos hagamos ilusiones: para que tenga éxito deberá conservar algo de su doctrina y estructura tal como existen ahora.
Alguien se escandalizará porque no haya democracia instantánea. Pero la democracia es un proceso de maduración y, en esas condiciones, el sistema tendrá que evolucionar, aunque sea diferente hacerlo desde una estructura que gane flexibilidad, como ocurrió en la República Checa, a que lo haga a partir de un páramo. Y estamos hablando del escenario más optimista posible.