¿El fin del dogmatismo?,
por Juan Carlos Altamirano.
En décadas pasadas se habló del «fin de la ideología» y el «fin de la historia». Ambas tesis sostenían que la era de los proyectos históricos y hegemónicos había concluido. Esto, debido al triunfo de la democracia liberal y la universalización del liberalismo como doctrina: la primacía de la libertad del ser humano y del individuo sobre el Estado. En términos prácticos, ello ha significado que no existan mayores diferencias entre ser de izquierda o de derecha. Los gobiernos de izquierda gobiernan con principios económicos de la derecha y la derecha realiza políticas paternalistas de izquierda. Más allá de lo convincente de esta tesis, se podría afirmar lo siguiente: estamos en un proceso de descomposición de uno de los peores males que han afectado a la historia política y económica: el dogmatismo ideológico.
Las doctrinas ideológicas, como todo en la vida, tienen su nacimiento, desarrollo y decadencia. Ocurrió con el marxismo. Por más de un siglo, esta doctrina influyó y también determinó la vida de muchos países. No obstante, se derrumbaron los viejos ideales socialistas de una sociedad más justa e igualitaria. El problema fundamental se produce cuando los defensores de una determinada doctrina o modelo de desarrollo, transforman ese cuerpo de ideas y creencias en verdades absolutas; en una suerte de religión, de fundamentalismo intelectual. Cuando esto acontece, se inicia la decadencia de toda doctrina.
Me atrevería a afirmar que este proceso también lo está sufriendo el neoliberalismo. El ejemplo más dramático fue la reciente crisis financiera y económica global. Por falta de regulación estatal, el sistema financiero colapsó, debiendo el “ogro” del Estado intervenir, e incluso estatizar, para salvar al mundo de un colapso económico inminente. También esta renuncia a ciertos principios del neoliberalismo la estamos presenciando en nuestro país: un gobierno de derecha se plantea subir los impuestos.
Por lo general, cada vez que se toca un principio ideológico de alguna doctrina en boga, saltan de inmediato en su defensa sus militantes y teóricos. Sin embargo, para adaptarse a los cambios y a los nuevos tiempos es inevitable abandonar dogmas que han sido superados por la realidad de los hechos.
El fin del dogmatismo también se está expresando en otro universo. Me refiero a los momentos difíciles que está viviendo la Iglesia. Producto de la crisis presente, el Vaticano ha expresado su voluntad de discutir la conveniencia de continuar con otro dogma: el celibato. Hay que recordar que el Papa Calixto II, en el Concilio de Letrán, en 1123, promulgó el celibato como requisito para todo el clero. Vale decir, el celibato nunca fue parte de la Verdad Revelada por Dios; no obstante, se fue constituyendo en un dogma. Lo importante para nuestro argumento es que, aun cuando el reconocimiento de errores en ocasiones ha sido un proceso lento y lamentable, la Iglesia ha reinado a través de los siglos precisamente porque en cierta forma ha sido capaz de adaptarse a los tiempos, abandonando pensamientos y posiciones dogmáticas. En este sentido, un ejemplo histórico importante fue cuando el Papa Juan Pablo II anunció que “la evolución es compatible con la fe cristiana”, teoría antes combatida como herejía. Eso es sabiduría y humildad.
Volviendo al mundo pagano, otro actor de la vida nacional que debiera deshacerse de varios dogmatismos es la Concertación. Esto es fundamental, si quiere adaptarse al Chile del siglo XXI. Por ejemplo, el rechazo visceral a toda privatización debiera a lo menos ser cuestionado. No me cabe duda de que hay empresas que conviene privatizar, especialmente si no son estratégicas para la economía. O bien, tenemos el caso del diario La Nación. Salvo en Cuba, no hay ningún otro país occidental que tenga un diario “oficial”. La verdad es que no se justifica este diario, cuando tiene un número de lectores demasiado reducido; cuando existen medios de comunicación alternativos mucho más efectivos; cuando las redes sociales de comunicación se expanden a pasos inimaginables; cuando la independencia, la transparencia y la verdad son atributos esenciales, los cuales el público va exigiendo con mayor poder. Defender, entonces, la existencia de La Nación como órgano de gobierno es, a mi juicio, un dogmatismo anacrónico.
En definitiva, no me cabe duda de que el fin del dogmatismo, especialmente en política y economía, traería consigo los cambios que la mayoría del país está exigiendo. Así de simple.