Poder, coyuntura y felicidad,
por Margarita María Errázuriz.
Dicen que el Presidente Piñera le preguntó al de Francia si el poder genera felicidad. La respuesta de Sarkozy fue negativa; en su opinión, el poder no hace feliz.
No es extraño que a Piñera le preocupe la felicidad. La importancia que las personas les otorgan hoy a las dimensiones subjetivas —como la felicidad— es propia de nuestro tiempo. Hace unos días, el sociólogo Eugenio Tironi, en el inicio del año académico de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Andrés Bello, se refirió a este tema. En su opinión, el renovado interés por encontrar la felicidad es una reacción al intento de la modernidad de colocar a la razón por sobre las creencias y valores. Este intento se volvió en su contra y marcó un retorno a las verdades fundadas en principios universales y a una revalorización de lo subjetivo —de aquellos intangibles que aportan pasión, emoción y sentimiento a las acciones— por su capacidad de mantener unido a un grupo y de darle sentido a la existencia de las personas.
La simple observación del actuar de nuestros políticos parece confirmar la afirmación de que el poder no conlleva felicidad. Poco sabemos de ellos, pero sus disputas son peores que pataletas de niños chicos cuando no se pueden guardar para sí el enojo y la desazón. Ese espectáculo permanente, que tampoco aplica la sabiduría popular que dice que la ropa sucia se lava en casa, pareciera hablar de personas que difícilmente pueden sentirse felices. Pero, más allá de cómo ellos actúan en público, cuán satisfechos se pueden sentir con lo que hacen depende de qué propósitos tienen cuando ejercen el poder.
Pienso que la relación entre poder y felicidad depende de qué se busca en el ejercicio del poder; si se practica en beneficio de otros, con espíritu de servicio y de bien común, genera una satisfacción personal asimilable a la felicidad. Por ello, no estoy de acuerdo con la respuesta tan tajante de Sarkozy. Hay buenas razones para que los políticos se sientan felices si pensamos que ejercen el poder guiados en el bien común. Basta con pensar en la coyuntura que les ofrece el terremoto. A los parlamentarios les brinda una ocasión única. Ellos tienen en sus manos un momento privilegiado para actuar en favor de los demás, de modo de sentirse realmente contentos.
Por desgracia, nadie como los políticos se deja llevar tanto por la pasión y puede mezclar la racionalidad estratégica —por equivocada que sea— con una emocionalidad que no les permite hacer las mejores opciones. Seguramente también, debido al temor de ver aflorar nuevamente ese comportamiento, la ciudadanía tiene dudas de cómo los parlamentarios van a actuar cuando discutan el financiamiento del plan de reconstrucción. La gran pregunta que nos hacemos es si serán capaces de dejar de lado las odiosidades, sus respectivas ideologías y el afán de competencia, para pensar sin demora sólo en la ayuda que requieren las zonas damnificadas y su población.
No es el momento para levantar la voz y pedir que la reconstrucción se haga sin alza de impuestos o con unos más altos, o para discutir si éstos deben ser temporales o definitivos; no es el momento de retomar una discusión que paralizará cualquier iniciativa. Es absolutamente legítimo tener diferentes opiniones frente a los impuestos, lo es también querer defenderlas, pero hoy sólo cabe pensar en las necesidades urgentes de quienes han visto destruidas sus casas, perdido su trabajo y sus esperanzas. Sin embargo, hay quienes anticipan que será difícil evitar esa discusión estéril, aun cuando nadie duda de que no corresponde ejercer el poder en función de cálculos interesados. Si así sucediera con el plan de reconstrucción, sería imperdonable.
Tener como norte sólo el bien común de las personas afectadas es para los parlamentarios una gran oportunidad para sentirse satisfechos con su actuar.