Hoteles para turistas son los únicos lugares de
la isla de Cuba en que se puede hablar
de navidad y se permite la existencia de
árboles de pascua.
Mi historia
navideña cubana,
por Yusnaby Pérez.
La Navidad, tema polémico en estas fechas. Sin dudas, muchas marcas comerciales utilizan
este motivo de celebración como estrategia de marketing; y debido al rechazo de
este fenómeno de consumismo en el mundo, hoy la Navidad cuenta con muchos
detractores.
Sin embargo, por esta vía quisiera contarles mi
historia navideña.
Vivo en un país donde tener otro credo paralelo
al dogma comunista es mal visto y hasta censurado. El Gobierno cubano desde sus
inicios asoció todas las tradiciones religiosas de esta índole con “prácticas
capitalistas”. Recuerdo ahora mismo cuantos religiosos o hijos de religiosos
fueron expulsados de las universidades o de sus puestos de trabajo en los
primeros 30 años del castrismo. Ir a la iglesia, tener una estampilla de
Jesucristo o de la virgen en casa, asistir a un bautizo o simplemente poner un
árbol de navidad eran (y aún son) algunos de los tabúes que han aniquilado
nuestra fe por represalias hacia nuestra conciencia.
Hoy que tengo 25 años pienso en la cara de mi
madre aquel día que le dije -“Mami, quiero un arbolito de navidad”- y se me
estruja el corazón. De sólo imaginar los artilugios que ella tenía que hacer
para que yo viviera la fantasía navideña sin que los vecinos se enteraran, me
hace quererla muchísimo más.
Como condición, tenía que sacar buenas
calificaciones en la escuela: ¡y las sacaba! Luego ella conseguía varios
bombillos pequeños de neveras y les pintaba el cristal con acuarela de colores.
Con la ayuda de mi padre hacía la conexión eléctrica en serie de las
“guirnaldas caseras” y adornaban con ellas una planta ornamental que mi abuela
tenía en una maceta. A mí me tocaba dibujar en cartón, recortar y colocar la
estrella blanca de la punta del “árbol”.
Mi árbol navideño parecía cualquier cosa menos
un árbol navideño; nada que ver con esos pinos preciosos con miles de
bombillitos intermitentes que salen en las postales; pero era mi árbol, aunque
solamente se encendía de 9 a 10 de la noche, horario en que todas las ventanas
y puertas de mi casa permanecían cerradas para que ningún vecino lo viera.
Y los regalos, ¡esa era la mejor parte! Mi
madre me decía que el 24 por la madrugada un duende (versión censurada para que
yo no mencionara a Papá Noel en la escuela) entraba en la casa y me dejaba
obsequios ocultos en diferentes lugares. El 25 me despertaba agitado y los
buscaba por todas partes. El duende solía esconderlos detrás del televisor
Caribe, dentro de mis zapatos y entre mis libros; aunque a veces me sorprendía
con lugares inesperados. ¡Que contento me ponía cuando los encontraba todos!
Mis padres me decían “frío o caliente”. Una navidad, el duende mágico me regaló
un globo azul, una manzana y un libro con dibujos de microscopios. ¡Wow! ¡Era
tan feliz!
Cuando ya había crecido un poco recuerdo que le
pregunté a mi madre: “Mami, ¿por qué los
arbolitos de navidad que hay en los hoteles y tiendas para extranjeros llevan
bolas de colores, bombillos plásticos y tienen forma de pino?” Ella no me
respondió; y hoy, le pido perdón por haberle hecho tal pregunta y le agradezco
por haber guardado silencio en vez de mentirme.
No entendía mucho de navidades, no conocía su
historia ni su tradición; pero al final, las viví con una inocente alegría, con
la unión y el cariño de mi familia y con la satisfacción de que cada 25 de
diciembre casi murmurando y a puertas cerradas me dijeran: ¡Feliz navidad!